martes, 14 de enero de 2014

Un fondo oscuro con un resplandor en su centro. La cámara enfoca a un objeto deslizándose hacia las profundidades. En su lento descenso va describiendo una suave y rítmica espiral que cautiva a una mente observadora. Allí está, dejándose hechizar por el armónico movimiento de ese objeto. Podría ser una piedra blanca dejada caer sobre el agua. Una lámina negra, firme como si de un suelo de granito se tratase. Pero no hay ni rastro de las típicas ondas que surgen cuando un cuerpo penetra la sólida barrera constituida por el agua. El resplandor y su anonimato lo incomoda. Quiere saber qué es. Qué lo produce. No entiende que en el fondo de algo tan oscuro pueda haber algo que resplandezca. No es un resplandor brillante y cegador. Es más como la luz tenue de una hoguera moribunda. Un resplandor vago, pero constante. Que va y viene con la misma musicalidad que la espiral descrita por el objeto que se hunde. La mente, absorta en la matemática subyacente del momento. La lógica que lo domina. Que lo rodea. Que lo define. La incertidumbre que lo envuelve. La incógnita por descubrir. ¿De dónde ha salido? Cada vez más, su mente arrastra hacia lo más hondo del estanque. ¿Estanque? No. Tampoco es un lago, ni un pantano. No. Es más como un cubo de paredes negras, cubierto por una plataforma oscura. Con una gran piedra blanca, de cantos redondos, donde la mente observadora y su propietario y portador están situados, mirando hacia abajo. Hacia la cautivadora espiral y el objeto que la produce. La piedra blanca flota sobre la superficie del agua, sin llegar a entrar en contacto con ella. Y el propietario de la mente flota a su vez sobre esa piedra, mientras su mente solo puede estar centrada en lo maravilloso del apacible movimiento del objeto desconocido. No se extraña de su situación, ni del hecho de que pueda flotar sobre una piedra que a su vez flota sobre el agua. No se pregunta dónde está, ni por qué está ahí. El objeto y su espiral lo tienen sumido en una profunda latencia.

miércoles, 8 de enero de 2014

Inspiración

La vida es como el mundo. Algo maravilloso. Desconcertante, complejo, lleno de sorpresas, esperadas e inesperadas. Con zonas increíblemente bellas y otras zonas, en cambio, donde han tenido lugar horrorosas guerras. Hay zonas que debemos proteger de todos. Este deber viene impuesto como un mecanismo de defensa. Y ese mecanismo ha sido activado deliberada o involuntariamente, depende del caso, por culpa de otras personas. Indecentes, irrespetuosas, con oscuros e impropios propósitos. 

Por ello, tendemos a privar a algunas personas de algo único, propio y, sobre todo, especial. Debido a la mala fe de uno o dos casos excepcionales, aislados y que no se merecen, ni se merecían, el privilegio que en su día les otorgamos y perjudicaron, despreciaron, maltrataron... Pero podría ser que la proporción sea mayor, que haya muchas personas que no sean capaces de apreciar...

De apreciar un árbol majestuoso, antiguo, robusto, de fuertes ramas y frondosa copa, alta como un edificio. Un riachuelo, pequeño, de aguas cristalinas, emitiendo destellos plateados cuando la luz del sol las baña, que corre rápido y discreto componiendo una suave y natural canción. Una canción capaz de apaciguar a la más fiera bestia que pueda habitar en su mismo ecosistema. Un paisaje. Un paisaje que pueda embaucar a miles de personas solo con que le dediquen una fugaz mirada de soslayo. Y por culpa de esos "otros", que pueden ser muchos o pocos, a la vez, o esparcidos en el tiempo, nos cerramos. Y colocamos una verja que separa, que recoge y aleja nuestro precioso paisaje.

Y cuando alguien nuevo se nos presenta en la vida, cuando llegamos a una parte inesperada del mundo, estamos seguros, y somos adustos. Puede que algunos nos coloquemos una máscara con una sonrisa peor o mejor dibujada. Pero esa sonrisa pocas veces llega a los ojos. Pero en realidad estamos alerta, protegiendo, no ya el paisaje simplemente, si no que marcamos un perímetro de seguridad frente a la verja. Algunos incluso construyen un foso entre el mundo y ese hermoso paisaje.

Entonces, cuando esa persona llega demasiado lejos, casi rozando la malla metálica de nuestra peculiar verja, cuando empieza a concebir una ligera, diminuta y vaga idea de ese paisaje, especial e íntimo, que está al otro lado, conectamos la corriente. Le damos a nuestra amenazadora verja, más poder persuasor. Sacamos los cañones y los colocamos en las torretas de esa hostil verja. Tendemos a espantar, como si de un enemigo mortal y letal se tratara, a ese alguien que ha osado mirar nuestro paisaje, haciendo que huya como un cervatillo asustado.

¿Por qué? 

Porque otros nos han hecho aprender, del peor modo que se puede enseñar algo a alguien, a través del miedo, que es doloroso que alguien pueda disfrutar de las vistas, de la sensación que produce nuestro paisaje. Que puede conllevar sufrimiento el hecho de que alguien descubra el más significativo y llamativo rincón de nuestro mundo. 

Lo que nuestro "vallador" particular, lo que nuestro "jefe de seguridad" interno no logra entender, ya sea porque tiene una venda puesta en los ojos, o porque aparta la vista de esa realidad, es que no todas las setas del bosque son venenosas. No todas las personas buscan hacernos daño.

Podríamos...

Puede que estemos apuntando con nuestros cañones a un gran artista, un gran pintor deseoso de plasmar en un lienzo la magnificencia que ha visto en su ligera, diminuta y vaga idea de nuestro paisaje. O, a un buen poeta, de buen corazón y hermosas palabras que busca y encuentra la inspiración en este tipo de paisajes y que, sin duda, habría escrito una maravillosa poesía basada en el nuestro. Podríamos estar echando violentamente, a patadas, a un versado músico que podría escribir una soberbia canción que narrase la majestuosidad de ese gran paraje.

O, mucho más sencillos, no sé si más común, y mucho más cruel e injusto. Existen en la tierra personas que están perdidas, torturadas por sus pensamientos, incapaces de sobreponerse a una desgracia. Existen también personas llenas de buena voluntad y de frágil corazón que necesitan de la belleza y de la tranquilidad, del confort que puede proporcionar un paisaje como el nuestro en un mundo ajeno al suyo. Podríamos estar expulsando de nuestros dominios a una persona que, al igual que nuestra más fiera bestia, encuentra la calma en nuestro riachuelo, encuentra la paz y la armonía entre los árboles y piedras, hierbas e insectos de nuestro paisaje. Ese paisaje que tan celosamente hemos aprendido a guardar y a proteger de todo. Pero...

Pero eso no es todo. Mucho más grave aun. A base de costumbre, al dilatar en el tiempo el aislamiento al que sometemos esa importante y singular parte de nosotros, podríamos llegar a excluirnos a nosotros mismos. Podríamos perder el acceso, tan privilegiado, a nuestro pequeño, o inmenso, paraje, acabando con todo lo bueno que nos puede aportar. Cerrando nuestro paisaje a los demás, podemos también cerrárnoslo a nosotros mismos. 

Y el desastre, la calamidad, la tragedia, podría llegar a más. Nuestro paraje, olvidado y oculto hasta de nosotros mismos, podría perder su color. Su luminosidad. Podría llegar a decaer el ánimo de sus preciosas aves, guiadas por la soledad a su extinción, privando al resto de componentes de su majestuoso vuelo. El riachuelo podría perder el cauce, dejando de fluir, apagándose...

La fiera bestia que tan mansamente se había aplacado y que había encontrado su paz allí, volvería a despertar esa terrible parte de sí misma. Al verse sin aquello que la calmaba podría comenzar a hacer cosas horribles y aumentar así el alcance y la amplitud de la catástrofe. Ese hermoso paisaje, que en su día era incluso mágico, dejaría de serlo. Perdería su ser propio, aquello que lo hacía particular. Y nosotros seríamos entonces menos nosotros mismos, y más algo común. El músico, el poeta y el pintor se quedarían sin algo que los alentaba. Esa persona que podría haber encontrado un rincón agradable en nuestros ser, en nuestro mundo, se quedaría ahora más perdida de lo que ya estaba, con la certeza de que, pese a estarle vedado, ese paisaje ya no existe. Solo queda una sombra de lo que era, si es que algo llega a quedar tras esa verja metálica, fría, desalmada.

Y el mundo, bueno, el mundo perdería una parte de sí mismo.